Fui una niña muy tímida, a menudo sintiéndome diferente y con menos valor en comparación con otras personas. Era la menor tanto en mi familia nuclear como entre mis primos.
Había una actitud generalizada de condescendencia, paternalismo y sobrevaloración, similar a la forma en que a menudo tratamos a las mascotas. Estas desviaciones, que comprometen el principio de igualdad, dejaron en mí un legado contradictorio de desvalorización y arrogancia. Además, cargo con el sesgo de haber crecido en un país latinoamericano, donde la cultura valora a las mujeres por el placer sexual que pueden ofrecer a los hombres.
Estas percepciones distorsionadas me acompañaron a lo largo de los años, echando raíces profundas que influenciaron muchos de mis errores y dificultades en la vida, ya que solo recientemente he asumido la responsabilidad de reconocerlas y corregirlas en alineación con los principios de Dios.
Aunque mi infancia y adolescencia no parecieron estar marcadas por una sexualización evidente —ya que tuve mi primer beso a los 18 años y mi primera experiencia sexual alrededor de los 22 años, ya en Brasil—, fui objeto de acoso/abuso sexual durante ese período por parte de hombres a mi alrededor: mi hermano, primos, amigos de la familia e incluso el novio de una hermana.
Sin comprender el verdadero significado del amor propio o de amar a los demás, y desesperada por la validación masculina y femenina, terminé poniéndome en numerosas situaciones de alto riesgo, causando y experimentando mucho dolor en mis relaciones.